jueves, 7 de enero de 2016

Incluye la risa en la mochila

Mi hijo no para de preguntarme anécdotas del pasado. Se lo pasa bomba cuando le cuento las trastadas en el cole, o cuáles eran los motes que poníamos a los compañeros en la Universidad, pero lo que más le gusta son las anécdotas escatológicas (estas mejor me las guardo) o que tengan una buena dosis de riesgo. Si hay peligro de muerte mucho mejor (sobre todo sabiendo que al final no la palmé, claro). Por suerte, de estas tengo pocas, pero hay una que le conté hace poco y que le ha dejado alucinado. Allá va:

Río Zambeze (Zimbabwe). Agosto 2005. Ya que estamos en África y somos dos mochileros de pro, decidimos hacer un safari por el Zambeze. Como en la Reina de África solo que con una canoa de plástico. Nosotros dos en una y el guía local en otra, dos metros por delante.

Cocos a la vista
El guía lleva un botiquín gigante que sirve además (y sobre todo, según él) como tambor-despierta-hipopótamos. Vamos, que el tío iba dándole con el remo al botiquín, y de ese modo, los hipopótamos que estaban bajo el agua sacaban la cabeza para ver quién osaba despertarlos. Así evitábamos pasar por encima. Todo muy organizado. Es importante añadir que el hipopótamo, a pesar de ser conocido en los dibujos animados como un ser encantador, es el animal que más muertes provoca en África…
Los hipos nos observan

La gracia del safari, a parte de pasearnos entre hipopótamos y cocodrilos, era que había que sortear algunos rápidos a lo largo del camino. El guía nos avisaba metros antes de llegar, de qué manera había que remar para pasar el rápido correctamente. Todo iba estupendamente hasta que llegamos a uno de los más complicados y aquel se olvidó de darnos las pautas a tiempo. Todo pasó muy rápido. El zimbabuense empezó a gritar ¡STOP! ¡STOP! como loco, se puso de pie en la canoa haciendo una cruz con los remos, una manada de hipos nos observaban al otro lado del rápido, y yo empecé a gritar a mi compañero para que parara de remar, ya que estaba claro que no los había visto. En ese momento confió en mí y se dejó llevar. Luego me contó que los había confundido con unas rocas (quizás por eso decidió operarse de la vista poco después). 

De alguna manera conseguimos arrimar la canoa a la orilla y agarrarnos en el último momento a unas ramas que sobresalían. Así nos quedamos, agarrados como piojos,  hasta que pudo llegar el guía hecho una furia. El pobre se había llevado un buen susto al pensar que iba a ser testigo de la muerte de sus muy probablemente últimos clientes. Pero no. Los piojos lo tomamos a risa. Supongo que en esos casos o te ríes o la anécdota acaba siendo escatológica…. Y las carcajadas nerviosas siempre sientan bien y relajan el ambiente. El zimbabuense no le vio la gracia por ningún lado, y eso que nosotros decidimos no buscar responsabilidades ya que no se nos había olvidado a quién se le había pasado darnos las indicaciones a tiempo.

Y así aprendí varias cosas:
  • Si sigues a alguien en una aventura, asegúrate de que sea un buen guía
  • Si tomas riesgos, elige un socio que te de plena confianza.
  • Incluye la risa en tu mochila. Siempre.

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