Mi hijo no para de preguntarme
anécdotas del pasado. Se lo pasa bomba cuando le cuento las trastadas en el cole,
o cuáles eran los motes que poníamos a los compañeros en la Universidad, pero
lo que más le gusta son las anécdotas escatológicas (estas mejor me las guardo)
o que tengan una buena dosis de riesgo. Si hay peligro de muerte mucho mejor
(sobre todo sabiendo que al final no la palmé, claro). Por suerte, de estas
tengo pocas, pero hay una que le conté hace poco y que le ha dejado alucinado.
Allá va:
Río
Zambeze (Zimbabwe). Agosto 2005. Ya que estamos en África y somos dos
mochileros de pro, decidimos hacer un safari por el Zambeze. Como en la Reina de África solo que con una canoa
de plástico. Nosotros dos en una y el guía local en otra, dos metros por
delante.
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Cocos a la vista |
El guía lleva un botiquín gigante
que sirve además (y sobre todo, según él) como tambor-despierta-hipopótamos. Vamos,
que el tío iba dándole con el remo al botiquín, y de ese modo, los hipopótamos
que estaban bajo el agua sacaban la cabeza para ver quién osaba despertarlos. Así
evitábamos pasar por encima. Todo muy organizado. Es importante añadir que el
hipopótamo, a pesar de ser conocido en los dibujos animados como un ser
encantador, es el animal que más muertes provoca en África…
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Los hipos nos observan |
La
gracia del safari, a parte de pasearnos entre hipopótamos y cocodrilos, era que
había que sortear algunos rápidos a lo largo del camino. El guía nos avisaba
metros antes de llegar, de qué manera había que remar para pasar el rápido
correctamente. Todo iba estupendamente hasta que llegamos a uno de los más
complicados y aquel se olvidó de darnos las pautas a tiempo. Todo pasó muy rápido.
El zimbabuense empezó a gritar ¡STOP! ¡STOP! como loco, se puso de pie en la
canoa haciendo una cruz con los remos, una manada de hipos nos observaban al
otro lado del rápido, y yo empecé a gritar a mi compañero para que parara de
remar, ya que estaba claro que no los había visto. En ese momento confió en mí
y se dejó llevar. Luego me contó que los había confundido con unas rocas
(quizás por eso decidió operarse de la vista poco después).
De alguna manera
conseguimos arrimar la canoa a la orilla y agarrarnos en el último momento a
unas ramas que sobresalían. Así nos quedamos, agarrados como piojos, hasta que pudo llegar el guía hecho una furia.
El pobre se había llevado un buen susto al pensar que iba a ser testigo de la
muerte de sus muy probablemente últimos clientes. Pero no. Los piojos lo
tomamos a risa. Supongo que en esos casos o te ríes o la anécdota acaba siendo
escatológica…. Y las carcajadas nerviosas siempre sientan bien y relajan el
ambiente. El zimbabuense no le vio la gracia por ningún lado, y eso que
nosotros decidimos no buscar responsabilidades ya que no se nos había olvidado
a quién se le había pasado darnos las indicaciones a tiempo.
Y
así aprendí varias cosas:
- Si sigues a alguien en una aventura, asegúrate de que sea un buen guía.
- Si tomas riesgos, elige un socio que te de plena confianza.
- Incluye la risa en tu mochila. Siempre.